Porque todos los que llevamos años ejerciendo en clínica y tratando a personas, comprobamos en muchas de las ocasiones, que la sintomatología que manifiestan tiene su origen en historia de trauma.

Simple o complejo, estrés postraumático por acontecimientos más específicos, o daños provenientes de dinámicas disfuncionales en sistema de apego, abuso sexual, negligencia y/o maltrato…

Cuando no se pudo procesar de manera adaptativa, ese daño acaba por manifestarse de algún modo, ya sea a nivel somático, psíquico, o ambos, de manera solapada y siempre compleja.

Y es por ello que existen momentos en la psicoterapia, en los que el uso del resto de técnicas o aproximaciones, puede no resultar suficiente,  cuando el objetivo es  conseguir que la persona experiencie, procese e integre de manera adaptativa esa base traumática, y pueda por fin ser capaz de reducir y/o eliminar, de manera real  su sintomatología de manera estable a corto, medio y largo plazo.

En muchos de los casos trabajamos con síntomas disociativos de mayor o menor grado, que se han desarrollado como defensa para conservar algo de funcionalidad.

La  fuerza del EMDR para desensibilizar los daños, y reprocesar el trauma, es indiscutible. Integrando lo disociado, consigue una recuperación de los recursos de procesamiento y afrontamiento que la persona poseía de manera innata, y también incorpora y desarrolla otros nuevos, necesarios para estabilizar su salud a futuro.

Los que trabajamos con este enfoque, sabemos y comprobamos todos los días, que no hay mejor justificación para emplearlo, que lo que las personas que llevan a cabo el proceso expresan: curiosidad, sorpresa, emoción, sensaciones indescriptibles y únicas, esperanza, motivación, alegría, y una inmensa gratitud, porque por fin se sienten liberados de sus daños.