Este tipo de trastornos constituyen uno de los motivos frecuentes de consulta. Los padres acuden inquietos y preocupados, cuando no ya desesperados, después de haber intentado todo tipo de estrategias para conseguir que sus hijos duerman de manera normalizada.

Existe una amplia clasificación diagnóstica que engloba diferentes categorías de trastornos, pero nos vamos a referir aquí a los que suelen ser más habituales: insomnio por hábitos incorrectos, insomnio por problemas psicológicos, sonambulismo, pesadillas y terrores nocturnos. Cualquiera de ellos, según la intensidad con la que se manifieste, y la duración en el tiempo que mantenga, pueden acabar generando, aparte del cansancio fisiológico colateral, un estado de ansiedad y conflicto en la familia importante.

En el caso del insomnio, antes de los cinco años, lo más frecuente es que se de porque, bien desde que el niño empezó a dormir solo, o bien por alguna circunstancia que hizo que se alterara una vez instalado, el hábito de dormir no se ha establecido de manera correcta. Existe una desestructuración del patrón (fisiológico, comportamental y afectivo) que se debe seguir para que se duerma de manera relajada y tranquila, y es capaz de despertarse en numerosas ocasiones, generando consecuencias de todo tipo, como irritabilidad, dependencia, alteraciones en el desarrollo (alteración en la secreción de la hormona de crecimiento), agresividad, inseguridad, rechazo, etc. Está demostrado que los niños que no superan este problema antes de los cinco años, tendrán más probabilidad de desarrollar trastornos del sueño cuando sean mayores.

El insomnio por problemas psicológicos también es muy frecuente en esta población, ya que el normal proceso de desarrollo en infancia va acompañado de circunstancias y cambios que pueden generar ansiedad y que acaban afectando también a esta función fisiológica. Cambios en guardería o colegio, proceso de socialización, miedo a la oscuridad y a la soledad, proceso de individuación y autoafirmación, etc. En otros casos, existen circunstancias más complejas, tanto de índole individual como familiar, que pueden estar generando estados de ansiedad de otro tipo, y el insomnio es uno más de los síntomas que evidencian la existencia de un problema más severo.

En cuanto al sonambulismo, sus causas no están del todo claras. Se apuntan factores genéticos, psicológicos, y alteraciones o déficits en el desarrollo madurativo. Los episodios suelen durar minutos, normalmente ocurren en el primer tercio de la noche, y el niño no se acuerda de nada al día siguiente. Pueden limitarse a moverse o levantarse de la cama, dentro de su habitación, o bien pueden deambular por el resto de la casa y acabar dormidos en otro sitio una vez pasado el episodio. Normalmente comienza entre los cuatro y ocho años, alcanzando su máxima expresión hacia los doce, y suele desaparecer espontáneamente hacia los quince. En principio, a no ser que vaya acompañada de otros síntomas, es una alteración del sueño benigna, que no tiene por qué tratarse de manera específica a nivel psicológico, y que remite por sí sola. Sí será necesario que los padres tomen las debidas precauciones para que el niño no se haga daño durante el episodio, y prevenir exponerle a situaciones que lo puedan provocar. Es aconsejable no despertar ni interrumpir el proceso, y limitarse a acompañar tranquilamente al niño a su cama de nuevo, para evitar crearle confusión y angustia.

La aparición de las pesadillas suele darse entre los tres y los seis años, y su etiología no está clara, pero suele estar muy relacionada con estados de angustia, preocupación y ansiedad, y también están presentes en adolescencia y adultez. Consisten en sueños largos, complicados y angustiosos, ocurren durante la fase REM de sueño, en la segunda mitad de la noche, y el niño recuerda perfectamente que ha soñado algo malo, se despierta angustiado y resulta difícil tranquilizarle.

Los terrores nocturnos pueden aparecer entre los cuatro y doce años, aunque son más frecuentes en los niños más pequeños, y se dan en el primer tercio de la noche. El niño grita o llora desesperadamente y no es fácil calmarle, y cuando despierta al día siguiente no recuerda el episodio. Suelen ir asociados a factores madurativos, episodios febriles o psicológicos (nerviosismo, ansiedad, dificultades o tensión emocional). En general, suelen desaparecer al instalar hábitos correctos de vigilia-sueño, al modificar hábitos o conductas que sean problemáticas durante el día (problemas escolares, relación con padres, hermanos, amigos, etc.).

En todos los casos en los que existan factores ansiógenos de fondo (en muchos de los casos la evaluación diagnóstica inicial así lo revela), está indicada y demostrada la eficacia de un tratamiento con técnicas de tipo cognitivo-conductual (entrenamiento en hábitos, autoinstrucciones, técnicas de relajación, desensibilización e imaginación, afrontamiento, etc. El trabajo de dar pautas a los padres y de mejorar la comunicación con sus hijos también resulta fundamental y muy eficaz.

Así que desde aquí animamos a todos aquellos padres que estén viendo a sus hijos sufrir por las noches, y que estén viendo su tranquilidad nocturna alterada sin saber qué hacer, a acudir a consulta y ponerle solución, para que toda la familia pueda volver a descansar lo antes posible.

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